Conversaciones con María Silvia Corcuera Terán.

Mercedes Mac Donnell.

—Hablemos de la infancia. No sólo porque es allí donde comienzan todas las historias, sino porque en tu obra representa una zona de sentido clave. Poco antes de cumplir un año, tus padres se radican en Roma. ¿Cuáles son tus recuerdos de esa época?

—Los recuerdos de mi infancia son muchísimos. Y con el paso del tiempo, se hacen más vívidos: olores, sabores, sensaciones… Está muy presente esa actitud viajera y errante que tenían mis padres, que eran muy jóvenes: recorrimos toda Italia y mucho de Europa en un auto pequeño, y yo siempre llevaba una almohadita para dormir mientras viajábamos… esa almohada era como mi casa, era mi mundo. Con decirte que hasta hace quince años siempre viajé con almohada.

De esa infancia nómade debe de haber surgido en mí la inclinación por la aventura. Siempre pensé que hubiera querido ser como Indiana Jones, por esa mezcla de investigación, observación y desafío, pero también por esa inquietud para descubrir cosas o situaciones nuevas que me llamen la atención o que me provoquen curiosidad… y de alguna manera lo conseguí. Porque sin dudas algo de esa vida errante, de esa movilidad constante que tuve, debe de haber cristalizado en mi forma de ser… en ese poder de adaptación que tengo, esa disposición mental de cambiar rápidamente hacia otra cosa o no, que es una característica que me define.

Crecí en un ambiente donde el arte y la influencia de la cultura eran algo natural, no impuesto desde afuera. Siempre había amigos de mis padres en casa, y una de mis ocupaciones favoritas era mirarlos, observarlos, escuchar lo que hablaban… era enorme la distancia que sentía entre ellos y yo.

En ese tiempo con mis hermanos jugábamos mucho con un teatro de títeres hecho de cartón, con telones y marionetas, que nos había hecho un amigo de mis padres, publicista, para una Navidad. Pienso ahora que de alguna manera, con mis ocho o nueve años, cuando yo miraba cómo conversaban los adultos, lo que hacía era separarme de mí misma y observarlos… como si siguiera jugando en ese teatro maravilloso. También me acuerdo de cómo me miraba la piel, cómo me llamaban la atención mis venas… era una observación microscópica que hoy recuerdo que me fascinaba y que marcaba esa distancia entre mí misma y lo que veía.

Entre esos amigos, varios tenían una relación muy cariñosa conmigo, como Ezequiel Martínez Estrada o María Esther de Miguel… ciertamente los ojos de María Esther, esos ojos inigualables, tan verdes y bellos, tan llenos de vida y de alegría, son una imagen muy vívida de mi infancia. Tenían el mismo color que los ojos de mi abuelo Roque; ese mismo color lo reencontré cuando viajé a Oriente. María Esther tenía una actitud muy especial con los chicos, igual que mi abuelo, ambos te hacían ingresar con un gesto o con una mirada al mundo de los adultos.

También Beatriz Guido tenía esa misma actitud. Una vez, paseando con mamá en una casa de antigüe-dades, me regaló una cajita francesa que yo me había quedado mirando fascinada… Me preguntó si me gustaba e inmediatamente me dijo: “¡Es tuya!”. Me he mudado mil veces, pero allá donde voy, viene esa cajita conmigo. Hoy está en la biblioteca frente a mi cama: me transmite una sensación muy fuerte, como si el tiempo no hubiera transcurrido, o mejor dicho: pueden haber pasado muchas cosas, pero en el fondo todo sigue igual. Por eso esa cajita para mí es casi como una imagen de la eternidad… y cuando me despierto la espío. De verdad: la espío en esa primera mirada del día, como tantos otros objetos que tengo y que me acompañan.

Otros personajes de mi infancia, de mi adolescencia, y de toda mi vida en realidad (porque es así, ¿no?, uno va sumando afectos, adoptándose mutuamente, encontrando afinidades…) son Falucho y la Negra Luna, y sus hijas, que son como hermanas para mí; han estado cerca de mi vida y de mi obra siempre. Tal vez por esa forma de vida errante, mis amigos fueron y son muy importantes, son como una forma de anclaje. Tengo dos amigas fundamentales, que hacen a mi vida cotidiana. Siempre digo que he ido sumando a mi vida muchas familias: una italiana, otra francesa, otra mexicana, una hermana inglesa… Es un tesoro que tengo, que trato de cuidar, pero lamentablemente, con el tiempo acelerado en que uno vive, a veces no estoy tan cerca de ellos como quisiera. Pero sé que están… y me han ayudado en los momentos más difíciles, nos hemos divertido como chicos, me han ayudado con mi obra, me alientan continuamente… porque este camino es duro, egocéntrico, autista, profundamente solitario… y muchas veces uno queda descolocado con la cotidianeidad…

—Viajabas a la Argentina con frecuencia?

—A Buenos Aires venía como turista. Mi abuelo me llevaba a pasear en subterráneo; también a Plaza de Mayo… todavía hoy recuerdo nítidamente que la Casa Rosada me parecía una enorme torta de bodas… ¡y me sigue pareciendo! Mi abuelo nos enseñaba la ciudad, nos contaba la historia, nos destacaba el sentido de la identidad patria. Nos reíamos mucho en esos paseos, que siempre termina-ban en alguna confitería típica de Buenos Aires comiendo frutillas con crema.

También de Buenos Aires tengo muy presente esas eternas horas de siesta en la casa de mi abuela vasca Eulogia, junto con mis hermanos Javier y Santiago y mi primo Alberto. Nos espiábamos y nos reíamos en silencio mientras que nos hacíamos, por supuesto, los dormidos… Había un juego de complicidad muy lindo, que hoy lo seguimos teniendo. De esas siestas me quedó la sensación, aunque no sea así, de que el tiempo nunca pasa, que el tiempo es eterno, que es una siesta que nunca termina…

—De Roma tu familia se radica en Lima, siguiendo la carrera diplomática de tu padre. ¿Qué recuerdos tenés de Perú, donde viviste hasta la adolescencia?

—Mis recuerdos más intensos tienen que ver con cuando acompañaba a mis padres a diferentes zonas arqueológicas. Mi madre se dedicaba en ese entonces a investigar asentamientos del paleolítico… ¡algo que, por suerte, cambió, ya que ahora se dedica a los textiles, que son tanto más bellos y sensibles!

Una vez fuimos a una huaca (un enterramiento indígena) muy perdida que estaba oculta en el lecho seco de un río, con mucho espinillo y muchas piedritas. Me resbalé y caí, pero cuando me levanté, tenía pedazos de turquesas en las palmas de mis manos. Eran pedazos de collar, hechos con cuentas prehispánicas, una maravilla. Recuerdo la sensación de sentirme dueña del mundo por haber encontrado ese tesoro y la alegría que me dio… aunque tenía pinches y espinillos en todo el cuerpo… No me olvido esa felicidad total que sentí en ese momento; todavía tengo un collar con esos pedazos que encontré.

Me acuerdo también de caminar por la playa o por la puna con el viento en la cara y sentirlo como una filosa caricia. Aún hoy esa sensación me hace seguir sintiéndome viva. El espacio era mío. Estaba totalmente consustanciada con la naturaleza, no había ningún quiebre.

Esa sensación la reencuentro siempre en mi taller, cuando estoy en silencio, trabajando, pensando, leyendo, de noche. Tengo una relación muy especial con la noche, es ahí donde me siento muy acompañada… La noche me da un sentimiento atemporal, de resguardo, por eso nunca me he sentido sola de noche en el taller, es como si hubiera muchas presencias de gente que quiero que ya no están, pero están conmigo…

No hay miedo en la noche. Es ahí donde puedo maxi-mizar mi propia voz silenciosa… es como si pudiera oír dentro del silencio.

-¿Es en Perú donde descubrís el valor de lo popular?

—Con mis padres íbamos mucho a la casa de Elvira Luza, una gran coleccionista peruana de arte popular. Ella era un ser adorable y su casa era un mundo lleno de colores, elementos musicales, arte sacro, retablos, juguetes, cajitas… Me fascinaba. Siempre tuve una atracción muy particular por ciertos objetos: no podría vivir en un mundo donde no existieran, son como un punto de referencia para mí, como la cajita de Beatriz Guido, o la almohadita que llevaba cuando era chica en el auto de mis padres… Reconozco en mí una mirada selectiva que creo me quedó de esas visitas a la casa de Elvira; enseguida me doy cuenta de qué objeto me interesa. Puede haber un millón de objetos, pero en un segundo me doy cuenta de cuál es para mí, cuál es el que de alguna manera me estaba esperando. Es algo mágico, como las correspondencias de Baudelaire.

Las ferias me encantan, me encantaron siempre, por esa vitalidad, ese estallido de color, esos olores, esa economía informal del comprar y del vender que es la base de un sistema que es, a la vez, lúdico y bello –aunque sea pobre– y que es tan característico de Latinoamérica, y de todo el mundo en realidad, en todas las épocas. Las ferias existen desde siempre y son así, en espacios abiertos, en contacto vivo con la gente, con lo cotidiano, con ese intercambio, ese diálogo, donde las cosas son como una excusa para lo importante, que es compartir y comunicarse.

Soy una persona que entra en cualquier feria del mundo sin tener miedo, jamás pienso que me va a pasar algo, todo lo contrario: me siento protegida y cómoda. Experimento esa sensación de libertad y de cosa lúdica, me apropio de ese espacio porque siento que soy parte de eso y eso es parte de mí. ¡En Chichicastenango (Guatemala) ves a la gente con su maravillosa ropa hablando por celular en mayaquiché! Lo popular no se aprende: se vive. Sus objetos tienen una profunda ingenuidad porque no pretenden ser más de lo que son, y en eso residen su honestidad y su encanto…

Claro que, además de su bellísima naturaleza, Latino-américa tiene otra cara, que viví en mi infancia y en mi adolescencia: las catástrofes naturales, como los terremotos. El mar retirándose muy lentamente, los vidrios que estallan, la sensación de extrañeza del clima previo, ese silencio que lo antecede, el miedo que se corporiza… y la naturaleza que te enfrenta a tu propia vulnerabilidad.

Durante esos días escuchábamos mucho la radio, y en especial, los pedidos y los mensajes de los sobrevivientes: que fulanita está bien, que alguien avise a la familia de tal pueblo… Eran mensajes que estaban destinados a una sola persona, pero todos los escuchábamos atentamente. Me acuerdo que los radioaficionados tenían un rol importantísimo en ese momento. La sensación era de tristeza infinita, de duelo; incluso hubo un accidente muy dramático, cuando un avión argentino que traía ayuda se estrelló contra una montaña…

Esas experiencias me dieron mucho que pensar: la certeza de que se trata de una situación que no se domina, que marca un límite, que caminás y todo se desmorona. En diferentes etapas de mi vida, como todos, he vivido situaciones críticas. En mi caso personal, he experimentado reiteradamente esa fragilidad y vulnerabilidad de esos días de terremotos en Lima con los atentados en Buenos Aires, con diciembre de 2001… sentir que se trata de algo que se lleva todo puesto, una verdadera catástrofe… El miedo… sentí muchos miedos de adolescente.

Muchos años después, ya radicada en Buenos Aires, estaba en el Florida Garden y, al sentir pasar el subte abajo, salí corriendo como una loca… El miedo se te queda pegado en la sangre. Por eso, en mi memoria, Latinoamérica es la naturaleza bellísima, pero también la naturaleza extrema… y esa dualidad siempre la he sentido.

Arte y vida, juego y arte

—Arte y juego siempre fueron sinónimos en tu obra.

—El arte es un juego. El artista que está creando su obra comparte con el niño que juega un tiempo de concentración total, experimenta el tiempo de un modo irrepetible y único. Todos los niños tienen ese poder de crear un tiempo paralelo, una realidad que no existe más que en su imaginación, pero esto es algo que con el paso del tiempo se va perdiendo. No quisiera pecar de soberbia, pero creo firmemente que el artista, si lo podemos decir así, es un niño que juega porque ha podido recuperar ese tiempo que pasa de un modo distinto, y muchas veces lo consigue en el mismo proceso, sin proponérselo.

Hay dentro del hacer un momento que me resulta muy interesante, ¡que es caótico! Ese abrirse paso laboriosamente en la obra es tan importante para mí como objetivarla, y ahí hay una clave: la obsesión. Para los artistas la obsesión es el motor, es el “tema”, es la gran excusa… que a su vez exige su propia forma.

—¿Cómo se concilia la experiencia del artista, concentrado como un niño en las obras de su imaginación, pero que a la vez interactúa con el mundo exterior y la vida adulta?

—Yo salgo del taller y soy exactamente la misma. Por ahí te reconozco que me cuesta mentalmente dejar la idea que estuve trabajando… y entonces he encontrado que pasar a una tarea doméstica (lavo, ¡no te rías!) me reubica… Es gracioso, ¿no? Pero nunca he experimentado un corte entre vida y obra. Arte y vida para mí son parte de lo mismo. Cuando mis hijos eran chicos (Manuel, Matías y Benjamín) siempre estaban conmigo y se divertían pintando y jugando con distintos materiales; si yo lijaba, les daba a ellos algo para lijar también, se quedaban horas dibujando a mi lado… y hoy que ya son adultos, creo que les pasa lo mismo.

—¿Qué influencia tuvo o tiene la literatura en tu obra?

—Una influencia enorme… lamento no tener todo el tiempo que quisiera para leer. Siempre me encantaron los cuentos, de chica adoraba al Barón Rampante de Italo Calvino, y en casa me decían que parecía Agata, la hermana, que le daba de comer hígado de ratón. Me lo decían porque perseguía a mis hermanos para leerles La caída de la casa Usher, de Poe, otro cuento que me fascina…. Pero no era para asustarlos, o no demasiado, creo yo; los perseguía porque me daba miedo leerlo sola… La literatura siempre me ha acompañado, me ha ayudado a pensar, a imaginar, a sorprenderme… En mi adolescencia, mi libro predilecto era la Antología del cuento fantástico, que tiene ese prólogo maravilloso sobre lo real imaginario de Roger Caillois; cada tanto lo vuelvo a leer y me sigue sorprendiendo… al igual que los cuentos populares italianos de Calvino, Pirandello, Primo Levi, El desierto de los tártaros… otro libro que leo mucho es Palabras reales, de George Steiner, pero también a Arguedas y toda la literatura latinoamericana, a los poetas como Olga Orozco, que era amiga de mis padres, Ángel Bonomini, Huidobro, Silvina Ocampo, Saer… tantos… ¡son los poseedores de la palabra justa!

Escribir una sola cosa en tu vida tan maravillosa como Pedro Páramo, o la Carta de otoño de Neruda (que muchas veces recuerdo, cuando me siento ajena en lugares distantes)… o una frase de la genial Mafalda… ¡sólo eso! Me acuerdo de un poema autobiográfico de Olga Orozco, o una descripción del desierto de Saint-Exupéry en Tierra de hombres, que en estos días estoy releyendo y me trampeo para que no se acabe… ¡Es muchísimo lo que le debo a la literatura! Y son tantas y tan maravillosas las imágenes que me acompañan y que hacen de resguardo… Mi gata se llama Berenice por Poe y Olga Orozco; y tuvimos una perra que era un verdadero personaje y le pusimos Amaranta porque comía tierra (¡aunque nunca levitó!); era adorable, como el personaje de Cien años de soledad. Pero además, siempre tuve la íntima convicción de que esos personajes de cuento se corporizaban a mi alrededor, como lo que te decía de cuando estoy a la noche sola en mi taller, y siento que me acompañan mis amigos, mis abuelos, las personas que quiero y ya no están o están lejos… con los personajes de la literatura me pasa lo mismo… rarísimo, ¿no? Siento que me acompañan esas noches de trabajo en soledad en mi taller… por eso cuando de repente me viene a visitar mi gata Berenice, la miro y me río, y me digo a mí misma: ¡Qué suerte que no sos la del cuento!

—¿Cómo describirías la elección de temas en tus obras?

—¿Elegirlos? ¡Creo que ellos me eligen a mí! Mis temas son momentos de la realidad que vivo, que vivimos todos. Pero también disfruto de los artistas que no transmiten un sentido claro, pero producen una comunicación desde la sensibilidad, desde la pura pintura. En mi caso, los temas van y vienen, son como una gran excusa –o no– para el hacer. Antes era más intuitivo este proceso, más inconsciente. Pero en los últimos años, me di cuenta de que elijo que me entiendan, de que deseo que cada vez me entiendan más. Tal vez tenga que ver con una ética del artista en la que creo, con una misión que tiene el arte en el mundo. Si no, no le encuentro sentido.

Quizás los artistas no tenemos que olvidar que es nuestra responsabilidad abrir este diálogo con los demás, y mis obras son mi forma de diálogo, es algo que tengo clarísimo. Para bien o para mal. Lamento no haber tenido el don de la música, porque creo que eso es arte mayor, es un lenguaje universal, maravillosamente expresivo y emocional. Pero los artistas plásticos tenemos otros elementos, siempre con el mismo fin: expresar, comunicar, tender puentes, dialogar con los otros.

Creo que en la actualidad vivimos una desacralización muy profunda, un preguntarse sobre lo que es arte y lo que no lo es, una desorientación muy fuerte que sin dudas, a la larga, puede ser positiva. Pero, por otro lado, hay una sobrevaloración increíble del arte, donde si no conocés el discurso imperante, no podés entrar, estás afuera. No pasa por la emoción ni por la comunicación. Es una verdadera contradicción, que funciona como mandato en el arte contemporáneo. Porque, en definitiva, cerrar el arte así a la gran mayoría de la gente es una forma de poder, muy maniquea. No lo veo como algo bueno.

Pienso sinceramente que es justo que los demás me entiendan… porque el arte, en definitiva, ¿no es acaso un lugar de encuentro? El artista, cuando comparte lo que hace con el espectador, se enriquece. Y también se enriquece el espectador. Ese ida y vuelta que permite la obra es lo que me interesa y me conmueve profundamente… ¡Pero todo esto de que hablamos, cuando trabajo, no existe! En todo caso, existe en el momento de la elección de la obra para mostrar…

—¿Cómo preparás tus muestras?

—Cuando uno elige las obras que va a mostrar, es como cuando el poeta elige las palabras para sus poemas. Si tengo que exponer tres obras que pueden ser consideradas herméticas o crípticas para la mayoría, o tres obras que en algún punto tienden un puente directo con la gente, elijo éstas, porque lo que a mí siempre me ha interesado es que la muestra sea una idea… Hay obras que solas hablan poco, pero cuando las acercás a otras se potencian… y hay otras que son contundentes. Es algo mágico y extraño…

—¿Buscás el diálogo con el espectador?

—¡Por supuesto! Una vez que inauguro, mi punto de atención está en cómo serán recibidas la muestra y esa concreción, esa idea que está plasmada en la obra… Pero ante todo, disfruto… ¡disfruto tanto cada muestra! Me interesa muchísimo el diálogo con los espectadores, porque he visto cosas en mis obras a través de los ojos de un desconocido que me las mostraba. Tengo un queridísimo amigo que conocí porque se quedó horas en la galería mirando mis obras, para esperarme y decirme cuánto lo había emocionado. Siempre la gente, cuando me reconoce como la artista, se acerca y me habla, y yo agradezco muchísimo ese encuentro. Me ha servido tanto… tengo tan presente esa mirada… ya sea que venga de un intelectual, de un crítico, de alguien que ve una muestra por primera vez y tiene una mirada virgen, ya sea la mirada del que conoce mi obra y del que no… todo me interesa. Lo que me dicen mis amigos, mis hijos, o César, mi marido…

—Tu primera muestra fue en 1986, en la Galería Baron de Buenos Aires. Durante casi una década trabajaste siempre la acuarela. ¿También en ese entonces pensabas de esta manera?

—No. Todo era más acuoso, más lábil, no tenía una idea fuerte atrás de la obra. Eran dibujos como de caracoles, formas acuosas, marinas, piedras, flores, pero bastante ambiguas. También tenían algo muy venoso, uterino, como de cavidad interna. Había algo que quería aflorar pero que con la acuarela no podía.

Cuando miro hacia atrás, es evidente para mí que la acuarela fue una etapa. No me bastaba, no era lo mío. Me acuerdo que una vez que fui a París y vi una gran exposición de Henri Matisse que me pareció una gloria… era tan contundente…

La acuarela es una técnica muy sutil, y yo quería decir ciertas cosas, realmente me interesaba expresarme y ser muy clara. Fue así como llegó un momento en que me paré y dejé la acuarela atrás, aunque me iba bien, tenía buenas críticas, exponía. Pero siempre fui honesta conmigo; de hecho, muchos artistas son como yo: creo que somos los más. No me importó el costo: tengo algo muy rebelde, de dar vuelta las cosas, que es muy típico mío. Un punto de no concesión cuando estoy segura de algo. Ya bastante concedo en la vida, pero en esto… ¡noooooo!

Hay una anécdota infantil que me describe tal cual: me ponen en penitencia por algo que había hecho. Al rato me van a ver, porque el silencio era muy sospechoso. Y me ven encantada jugando, sola, feliz de estar en penitencia, algo que en principio es malo pero no es tal si uno tiene la capacidad de transformarlo y cambiarlo. Eso es parte del poder de adaptación que reconozco en mí y que te contaba antes. Una vez el crítico Albino Dieguez Videla escribió que yo era una artista que nunca aceptaba la realidad tal cual es, y creo que tiene tanta razón… Yo no lo tenía suficientemente claro o tal vez no era mi momento para entenderlo… la formación del lenguaje propio es una larga tarea.

—En tu obra no hay mucha figura humana. ¿Acaso por qué de alguna manera siempre te atrajo la abstracción, la exploración formal de los recursos visuales?

—Henri Matisse decía: “Yo no pinto mujeres. Pinto cua-dros”. Coincido plenamente. No creo en eso de “figurativo” o “abstracto”. Es un invento, una limitación que en la práctica no existe realmente… no conozco un artista contemporáneo que se plantee la obra en esos términos. Si yo necesito un recurso figurativo lo voy a tomar, aun cuando se me considere abstracta. Tengo muy claro que el arte es un medio de expresión, y lo que quiero es comunicar. Si soy figurativa o abstracta, ¿en qué cambian las cosas?

—¿Qué pasa entre muestra y muestra?

—Ése es un largo proceso que hay que bancárselo, y aprender a disfrutarlo. Por lo general ese tiempo surge cuando termino una muestra. Es un proceso fuerte. Es como un limbo, es una etapa de reiteración, de estudio, de ensayo, es algo que respeto porque ahí manda la obra y hay que esperarla. Es un tiempo para volver a mirar, ir agudizando la mirada, estar atenta. Generalmente estudio la obra de algún maestro, un detalle, apenas unos centímetros de alguna obra. Busco lo que hay ahí, investigo, me ocupo de pequeños fragmentos de una témpera de Batlle Planas o un detalle de Xul Solar o de Aizenberg… o de un objeto que me llamó la atención… confío en los ángeles tutelares… sé que ellos me guían… pero todo a base de esfuerzo y de seguir trabajando: ¡99% de trabajo y 1% de revelación!

Latinoamérica / Argentina Buenos Aires / Latinoamérica

—Desde tu muestra Juguetes (Centro Cultural Recoleta, 1994), es posible advertir un cambio en tu obra. Se cierra tu etapa como acuarelista, y con esas piezas encontrás una vuelta a la infancia y también a lo popular.

—Aunque hay muchas obras de esa época que me siguen gustando, es evidente para mí que todavía no sabía lo que quería decir, o no estaba preparada para decirlo. Mi lenguaje estaba formándose, y tal vez por eso era tan introspectivo. No sé… no puedo decírtelo. Recién con los juguetes me paro ante mí misma, realmente elijo qué camino seguir y empiezo a hablar de lo que conozco.

Porque los juguetes tienen algo muy explícito, muy directo. Uno con el tiempo es como si se tapara o se llenara de prejuicios. El juguete es cercano, es lúdico, por eso hay corazones entre mis juguetes… ¿hay algo más directo que un corazón para hablar de los afectos? Además, todos los juguetes tienen ruedas, porque creo que uno siempre sigue arrastrando la niñez durante toda su vida, esos recuerdos de infancia que a la vez son dulces pero terribles los lleva uno todo la vida.

Son obras recortadas en madera y ensambladas, que es un recurso típico de lo popular, no sólo de Latinoamérica sino de todo el mundo. La construcción después es intelectual, es lúdica. María Inés Pagés, una historiadora del arte que ha seguido mi obra desde siempre, encontró una cita de H.G. Gadamer maravillosa, que es el punto intelectual que yo no tenía claro como artista, y que dice así: “…la obra de arte es juego, esto es que su verdadero ser no se puede separar de su representación y que es en ésta donde emerge la unidad y la mismidad de una construcción”.

—¿Cómo nació la idea de hacer juguetes?

—Yo me di cuenta de que ahí drenaba algo, en el sentido de que en ese concepto de “lo popular” existía algo que yo quería decir. Porque el salto importante se dio cuando me di cuenta de que yo tenía que hablar de lo que conocía, de lo que sentía, de lo que recordaba, de lo que era mi historia, de lo que podría llegar a ser la historia de muchos…

Hubo un disparador muy importante también: vino a visitarnos una amiga antropóloga de mis padres, María Ruiz, que me hizo acordar de muchas cosas de mi adolescencia en Lima. Ella era una gran narradora, una “cuentera” maravillosa, y a través de sus palabras me fui acordando de muchas cosas. Aunque todo lo que contaba yo lo había vivido, recordarlo con ella fue distinto. Ahí me dije: ¿pero cómo no voy a hablar de esto, si es lo que sé, lo que conozco, lo que soy?

Durante esa etapa, también trabajé mucho sobre la idea de retablo. Fue una manera de volver al pasado, un tiempo de reencuentro. Los retablos me recordaban mi vida en Lima y, en especial, un mediodía con un cielo azul increíble en Ayacucho, cuando visitamos a una familia de artesanos de retablos donde trabajaban todos, desde el abuelo hasta los niños, cada uno hacía algo. Fueron muy generosos con nosotros, y sus retablos eran muy bellos; creo que hay algo refinado, candoroso y a la vez sutilmente fuerte en lo popular en general. Silvia Ambrosini escribió un texto muy bello sobre esto. Algo distinto, donde se mezclan lo místico, lo íntimo, lo popular, como pasa en los retablos… el solo hecho de abrir esas puertas… es algo mágico.

Todos esos recuerdos los recuperé años después, en mis viajes a Bolivia. Cuando volví, me puse a hacer retablos, y me entusiasmaba no sólo la idea sino su concreción, porque mi inquietud pasaba en ese momento por incorporar la pintura a otro soporte. Al igual que con los juguetes, también trabajé dejando que primaran el sentimiento, la emoción, la sensación de recuerdo. Como si quisiera atrapar mi niñez, recuperarla a través del arte para siempre.

—Con los juguetes hay una intención de reubicar el concepto de arte en otra dimensión, más cercana, más popular, en ese dominio de todos que es la infancia.

—Sí, poner el juguete en el centro, enfocar todo ahí fue la base. En Torres García esto es clarísimo. Porque la idea era ir mucho más allá de lo lúdico, y poner a prueba al espectador. Trabajé mucho las formas, los círculos, los rectángulos; fui cargándolas de sentido, con esta idea fuerte de la infancia, como lugar de alegría, de libertad, pero también de miedos, de muchos miedos.

Fue una muestra muy especial. La gente tocaba los juguetes y se divertía. Pasaban la línea y saltaban por encima del “objeto sagrado” del arte. Me acuerdo del crítico Julio Sánchez, que de repente estaba mirando un volantín y al segundo siguiente empezó a moverlo para que diera vueltas. Riéndome, le dije: “Cuidado, lo vas a romper”, y me respondió: “¡Pero si vos lo provocaste!”. Y tenía razón, si yo hablaba precisamente de eso: rejerarquizar, desacralizar, jugar. Fue uno de mis objetivos, porque el juguete es lo popular, y lo popular es lo que se vive, lo que no está muerto. Lo popular se canta, se come, se baila, es cotidiano.

Volviendo al tema de las influencias sobre las que antes me preguntabas, los juguetes también fueron hechos según una frase de Paul Éluard, que escribí después en uno de los collages. Él habla de para qué sirven las utopías, y lo dice de un modo maravilloso…. Dice que por más que las utopías se caminen y nunca se alcancen, en el fondo sirven para eso: para seguir caminando. Ese concepto es muy profundo, es como el verdadero sentido de las cosas… y eso siempre lo relacioné con los juguetes. Les puse rueditas, porque por más que pinchen, giren, sangren o estén vendados, esas rueditas nos llevan, o nos engañamos creyendo que las llevamos nosotros, ¿no? Pero siempre nos acompañan y van allá donde vamos. Pero de todo esto, insisto, soy consciente ahora… porque fundamentalmente disfruto con el hacer mismo.

Peinetones: más allá de la anécdota histórica

—Siguiendo lo popular, llegaste a los peinetones. Pero a través de otro objeto, que también trabajaste mucho: el peine.

—Así es. Fue gracias a Elvira, esa coleccionista de arte popular en cuya casa en Lima me maravillé tanto. Ella le regaló a mi madre un peine en donde estaba escrito: “Te quiero por linda”. Esas leyendas son típicas de los objetos de uso cotidiano y populares. Recordar ese peine que me fascinó fue como un disparador para después retomar el tema de la ternura. Y empecé a jugar con el tema del peine, con los dientes del peine, con su ornamento, y poco a poco fui llegando al peinetón.

La vuelta de tuerca fue con una visión que tuve en la calle Arroyo. Ahí empiezo a trabajar el peinetón con todo mi entusiasmo. Un día, caminando, vi a una típica chica porteña: flaca, jeans, pelo agarrado con dos palillos medio chinos… La miré, me acuerdo que miré para el costado, y me dije: “El peinetón porteño”. El peinetón porteño: eso era lo que yo estaba buscando. Me tomé un taxi ahí mismo y me vine a casa a buscar todos los libros y empezar a sumergirme en el tema. Documenté todo, leí todo, encontré la maravillosa historia del señor Masculino… Adoré esa desmesura que nos hace tan nuestros. “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”, ¿no?

—Los peinetones tienen una variedad enorme de temas y recursos.

—Con los peinetones pude abrir un abanico de temas y explorar distintas cosas que me interesaban. Porque al tiempo que hacía una investigación histórica muy fuerte, y analizaba de un modo casi sociológico cómo somos los argentinos, me puse a investigar el material apropiado para hacerlo.

Con el peine yo venía estudiando el universo femenino, veía un canal femenino en televisión para ver en qué andaban las mujeres (lo sigo haciendo). Eso que siempre me interesa, lo popular, el mundo femenino masivo. En ese momento estaba de moda la cartapesta, y me interesé muchísimo en esta técnica porque me permitía decir mucho a través del material. Mucha gente piensa que los peinetones son de yeso, y es cierto que tienen el aspecto de falsas esculturas de yeso. Porque precisamente eso permite la cartapesta: la apariencia de belleza, de querer aparecer como escultura cuando es papel, pero la concreción siempre es pobre porque hay que hacerlo económico, ya que en estos programas populares siempre los materiales responden a la realidad misma. Antes era la cartapesta, después fueron las velas, ahora son los trapitos y el diseño…

Esto me da una profunda ternura. Hice los peinetones invadida por esa sensación, por ese modo tan particular que tenemos las mujeres de trasvasar la realidad, de ir sumando, capa tras capa, hasta transformar el papel, ese material aparentemente efímero, tan básicamente noble, en un material duro y resistente. Esto me lo señaló muy bien Rosa Faccaro, cuando me dijo que tenía una actitud totalmente fémina, de sumatoria… y así somos.

Ese peine que decía “Te quiero por linda”, esa misma frase, me marcó. Si te fijás, el mismo objeto pone en escena a la mujer que se peina, al hombre que se lo regaló, quizás incluso a otras mujeres como yo que miran ese peine… También hay una sensación de caricia, pero también de desgarro, al pasárselo por la cabeza.

Los peinetones de formato pequeño tienen todos escri-turas y leyendas, muchas tomadas del Libro del cielo y el infierno, de Borges y Bioy. Acá hay una ambigüedad entre lo popular, lo “culto” (no sólo por los peinetones, sino también por el modo en que fueron hechos) y la cantidad de textos que escribí a mano en cada uno. Deliberadamente trabajé en un continuo ida y vuelta entre las obras y lo que leía, porque me interesaba aportarle a la imagen esas ideas y sumar significación, para transmitir más.

—Eso que querías transmitir iba más allá de la anécdota histórica. De hecho, lo anunciabas en el título: Peinetones / Voluntad de desmesura.

—Esa desmesura nos identifica a los argentinos, así somos todos, así me siento yo también, una desmesurada. Los argentinos nos sentimos, como dijo un ex presidente, “condenados al éxito”… ¡creo que esta frase nos define tanto!… es como un paradigma de nuestro pensamiento. Por un lado, condenados… pero por otro lado, exitosos… La idea de desmesura la vio claramente Juan Forn y lo dijo en un recorte que salió en Radar-Página/12. Más allá de la anécdota, nos habla de nuestra actualidad, porque somos una sociedad que no se reconoce a sí misma, que se esconde en la apariencia y no quiere aceptarse como es en realidad. Una sociedad que no se ve ridícula, pero que lo es, como aquellas mujeres del siglo pasado con sus peinetones enormes. Hay algo feroz en no reconocerse y seguir en la misma tesitura… pero al mismo tiempo esa ingenuidad te da ternura, aun cuando sea un disparate. No nos hacemos cargo de lo que somos, aunque llevemos esta contradicción en la cabeza. No lo vemos, no lo queremos ver. El mismo Hipólito Bacle, que realizó caricaturas de este fenómeno, fue puesto preso por Rosas cuando hizo sus litografías que aparecieron en las Extravagancias porteñas. Esa falta de humor, esa negación, nos ha caracterizado siempre y nos sigue caracterizando.

En su parte aérea los peinetones tienen muchas venas, donde corre la sangre, y aparece un elemento que yo utilizo mucho: las vendas que reparan las heridas, pero que a la vez las hacen visibles. Porque la vida es así. Es divina pero es feroz.

Fue una muestra muy fuerte. Había dos vitrinas con sellos de época, las litografías de Bacle, y hasta un gran peinetón que me prestó generosamente un coleccionista que decía: “Viva la Confederación Argentina”, y que deja tan en claro esa cosa dual que tenemos los argentinos, de no llegar a un término medio… nunca.

—La serie de peinetones se divide en dos: muchos de formato pequeño, lúdicos o irónicos, y cuatro de formato grande, blancos, singularísimos, y muy diferentes al resto.

—Esos peinetones eran distintos. En la muestra expuse cuatro, de esas cuatro mujeres quedan tres, porque uno lo destruí. En su realización tuvo influencia una visita a Túnez y la impresión tan fuerte que me produjo lo funerario, cuando encontré una tumba bizantina hecha de alabastro y que parecía art déco, fabulosa, bellísima. Son todos blancos, y en esa alusión a lo funerario se relacionan también con la tradición necrofílica tan arraigada en nuestra sociedad, como lo demuestran el mito de Evita y tantos otros. ¿Te diste cuenta de que celebramos el día de la muerte de nuestros próceres? No cuando nacen…

Otra búsqueda interesante fue cómo presentar esos peinetones, cómo mostrarlos. La solución que encontré fue ponerlos en cajas grises que daban un negro muy sutil… quería dar la idea del coleccionista que encierra al insecto o a la mariposa y los clava para exhibirlos, para que se mantengan perfectos por siempre, de un modo atemporal.

Son obras duras. Los cuatro tenían un rostro de mujer, tapado, velado, con nervaduras. Ese que destruí tenía la imagen de una mujer dormida o muerta con un velo encima, la cabeza recostada en un ángulo del peinetón, sin nada que la sostuviera. Como si descansara de todo su dolor. Pero mientras lo hacía, no era consciente de eso. Los hice feliz, en el mejor de los mundos, gozando del hecho de estar haciéndolos, como cuando había hecho los juguetes y recortaba la madera. Me acuerdo de la alegría de encontrar en la cartapesta el material que me servía para expresarme, pero cuando los terminé y los separé de mí, me asusté. ¿Esto soy yo también?, me pregunté. Era un reflejo mío que me asustaba. Tanto fue así que aplacé la inauguración porque no terminaba de aceptarlas. Durante un año, las tuve dadas vuelta, no las quería ni mirar.

Pero un día vino una amiga, y me dijo: “¿Leíste el diario? ¿Te enteraste de que en Rosario están comiendo gatos?”. Nunca me voy a olvidar. Y pensé, ¿cómo no me voy a hacer cargo de lo que hice, cómo me voy a asustar de esto si la realidad es tan dura, si duele tanto lo que pasa afuera? Pero por favor… Fue un llamado de atención muy fuerte. Y ahí decidí exponerlos. Hoy siento que cumplí, conmigo misma y los demás.

—¿Cómo reaccionaron los espectadores?

—Cuando inauguré, había gente que se demoraba mirando los peinetones chicos, y cuando llegaba a los grandes, directamente pasaba de largo. En ese sentido la muestra fue un éxito. Mas allá del resultado, la obra en sí misma no te dejaba ser indiferente, te acercabas y te sumergías en esa imagen, o los rechazabas de plano. No podías no reaccionar. Me entendieron los que quisieron entenderme.

—El tema del dolor, literalmente vendado con trapos que tapan la herida y la curan, está muy presente en muchas de tus obras.

—Creo que a nuestro alrededor todo nos demanda piedad, lamento, amparo, refugio. Claro que la piedad es una cosa, la compasión es otra, y otra es la caridad. Son palabras que se unen pero son diferentes. La piedad es una caricia en el momento justo, estar atento a eso. En la piedad el que demanda encuentra lo que demanda. Tiene que ver con la ternura.

Creo que los artistas tenemos que tener el tema de la piedad, un tema olvidado. Es una composición que los artistas debemos tener. Es fundamental. Vivimos en un mundo que es impiadoso. Que está olvidado de la piedad y que tampoco sabe lamerse sus heridas, reconstituirse y evolucionar hacia un punto mejor…

Este tema me interesa muchísimo… me gustaría que algo de eso se notara en mi obra. La piedad de la que hablo es una piedad hacia uno mismo y hacia la sociedad. Suele endilgársele al tema un matiz religioso, y cuando decimos “la piedad” nos remitimos directamente a la representación de la Virgen con el hijo en brazos. Es algo fundamentalmente humano. Lo vi muy claramente el año pasado cuando colaboré con la Fundación Aedin, cuando vi a toda esa gente maravillosa rodeada de tanto dolor y trabajando con tanta alegría, día tras día, silenciosamente… Es como el límite… el no a la resignación. Lo que parece pequeño es enorme…

Otra serie nueva, también hecha con trapos y que se relaciona también con el dolor, al menos en su resultado visual, es la serie hecha con aros, que denominé Los pájaros. Matías, mi hijo músico, un día me regaló parches de su batería, diciéndome: “Mamá, esto te puede servir…”. ¡Y ahí están los pájaros!

Pero con los peinetones grandes, realmente alcancé un límite de mi obra del cual tenía que salir. Fue una elección, porque podía haber seguido esa línea que fue tan exitosa e instalarme en esa posición tan efectista; pero si hubiera seguido por ahí, por la provocación, por la búsqueda de esa expresión tan dolorosa y tan dura, era un facilismo. Una trampa mortal. Me dio mucha libertad explorar en ese punto, pero también para decir: “Hasta acá llegué”. Punto. Dije algo de mí y de los demás, rebobino y vuelvo a empezar… ¡El mejor de los desafíos!

Lo curioso es que las hice en un momento del país en que había bonanza, en los mejores noventa. Pero yo me acuerdo haber sentido el huevo de la serpiente, que algo se generaba por debajo. Y eso lo veías. Si querías verlo, lo veías. Pero elegí no ser feroz. Y salí de eso haciendo diametralmente lo opuesto. Desde lo plástico era la única manera. Si hasta ahora había trabajado con la circularidad, era el momento de introducir la línea recta e investigar…

Ciudades y barcos

—La ciudad, determinada por las líneas y los volúmenes rectos, simbolizada por la forma de edificios o torres, es uno de los elementos característicos de tu obra desde hace muchos años. ¿Cuándo aparecen exactamente las ciudades?

—Desde los juguetes aparecen las ciudades en mis obras, hay también juguetes en las ciudades. Pero en un momento aparecen más concretamente, más particularmente. Yo dimensiono realmente la ciudad como concepto cuando hago diseño de joyas. Un diseño muy lineal, muy recto; eran unos broches de los que todos me decían: parecen ciudades, parecen edificios. Yo los veía, pero me asombraba que todos los otros también. Ahí empecé a armarlas.

La muestra se componía de collages, objetos, y también broches de plata para solapa que eran las ciudades. La idea fue que se los prendieran en el pecho, que se los pusieran sobre el corazón. Ahí las ciudades comenzaron a tener vida. Era como afirmar el orgullo de tener a tu ciudad prendida en el corazón.

Un aspecto interesante de este trabajo con las ciudades fue la búsqueda de un material que me convenciera. Pensé en aluminio, pensé en metal, pero me di cuenta de que tenía que ser un material pobre, un material que hablara de la pobreza pero jerarquizándola. De nuevo me encontré con la necesidad de elegir un material que conceptualmente me sirviera, como me pasó con los peinetones. A las ciudades como yo las pensaba podía jerarquizarlas desde la pobreza de un cartón. Entonces empecé a trabajar con ese tipo de materiales: cartones, maderas, chapitas… Aunque la idea de trabajar con plata era atractiva, por la Argentia (Argentium) y el mito fundacional, una cosa es llevar la plata encima, cerca del corazón, que la humanizás, y otra cosa era hacer una ciudad de cartón. Porque nosotros somos eso.

De esa época es también la serie de collages sobre tela Broches circulares. Con ellos volví a retrotraerme a la forma circular, que siempre exploré y en la cual me siento cómoda. Al hacerla me acuerdo que miré mucho toda la época de Arte Concreto-Invención, es un pequeño homenaje a todos ellos. Hice un homenaje a Alfredo Hlito, La ciudad de Alfredo, donde las ciudades se van uniendo por medio de la línea recta en bandas rojas y grises, o azu-les cobalto. Todas tienen la abstracción del peinetón, un ángulo dulcificado que representa el peinetón, y a partir de entonces siempre jugué eso.

Otra serie que trabajé en esa época eran unas telas collage, donde uso mucho el rojo punzó. Cuando una investigadora del arte que estudia mi obra (Regina Root) las vió, me dijo enseguida: son insignias nacionales. Pero yo siempre las pensé como ciudades vistas desde arriba. Yo ya había trabajado en cartón con la idea de fragmentación, donde lo fragmentado, por lo general, en mis obras siempre lo ubicaba en el piso, como basamento de la ciudad. Me interesaba no perder el tema de la horizontalidad, porque así es nuestra ciudad, horizontal, y la fragmentación está en su basamento.

Esa fragmentación que durante mucho tiempo trabajé en realidad casi nunca está disgregada, es una fragmentación contenida. Muy pocas veces llegué a disgregarla, creo que la perspectiva a mí misma me aterra. Siempre mis ciudades en algún punto están contenidas, sujetadas, asidas, aunque sea por el mismo plano…

—¿También en las ciudades te relacionás con el juego?

—Por supuesto. No sólo por la experimentación, el collage, los materiales, los colores, sino porque conceptualmente las ciudades las exploré muchísimo, con mucho placer. Me divierte mucho hacerlas. Hay alegría en las ciudades, y hay inocencia y vitalidad. Me encantó dibujarles el río con pescaditos, con nuestro delfín del río de la Plata y con pulpitos extraviados (creo que me dibujaba yo misma extraviada ahí en el río…). Pero el dolor también es parte del juego. Por ejemplo, en Las amenazadas, a la ciudad la circundan clavos, está acechada y rodeada… Cuando hago ciudades, siempre hay alegría, pero también dolor, y creo que eso se transmite.

Mis ciudades tienen un carácter fuertemente arquitectónico que da la linealidad, y que de algún modo se fue convirtiendo en una tendencia a nivel global. Otra es el color. Siempre usé el rojo con las ciudades, lo relaciono con la sangre, con sangre en mi ciudad, con vendas, con el dolor de las heridas que pueden taparse, pero no se curan. El rojo es la sangre, la vida, las venas. El rojo está muy de moda actualmente, hay como una estética mundial del color, una pasión por la laca china; también el negro, unido a la opacidad de un Occidente casi necrológico.

En mi caso he trabajado el color muchísimo, el color encubierto de los grises que no son grises (grises ópticos), sino que son verde cemento; los negros que no son negros, sino verdes llevados a la oscuridad. Siempre me ha interesado el valor tonal del color, el valor comunicativo y emotivo que tiene el color. Hay un azul que yo uso mucho que es el azul de la pantalla de la computadora, mi azul es más cálido y tal vez hasta más utópico, pero es un color que tengo muy asociado a la idea de futuro y de alta tecnología. Tal vez porque la primera vez que lo vi, y conste que soy un dinosaurio tecnológico (cada vez que aprieto el portero eléctrico me maravillo), fue cuando uno de mis chicos prendió la computadora… y, ¡oh sorpresa!, apareció ese azul…

Pero la primera vez que las expuse fue con la serie Ciudad y río, son unos cincuenta pequeños collages de 15 cm x 15 cm, donde hay muchos homenajes y referencias: a Marechal, a Borges, a Arlt, a Scalabrini Ortiz, a Cortázar. Estaba releyendo 62/Modelo para armar. Me hacía gracia el título, que tenía que ver con la idea de lo que estaba haciendo, porque estaba mirando una ciudad que era como un modelo para armar… y lo sigo considerando así, nuestra ciudad es un modelo para armar… Mirá, recuerdo ahora que Italo Calvino tiene un texto muy poético sobre las ciudades (Las ciudades invisibles); cuenta que Marco Polo, encontrándose en la mítica ciudad de Tecla, les preguntó a sus constructores por qué la edificación duraba tanto tiempo… y ellos le contestaron: “¡Para que no comience su destrucción!”. Y luego les preguntó por los planos, y al caer el sol de ese día, le señalaron el cielo y le dijeron: “Ahí tienes el proyecto”… ¿no es maravilloso?

Esta serie Ciudad y río la hice en Colonia –había ido con mis padres y mi marido a pasar unos días– y la seguí en Buenos Aires. La hice con lo que encontraba: maderitas, cartones… Mirar la ciudad desde lejos, poder objetivarla, con los colores de la paleta del río de la Plata que no se van de escala, ver las rectas y verla desde lejos me permitió objetivarla.

—Desde 2001, y especialmente con tu muestra de Ciudades en Tucumán, tu compromiso como artista parece más fuerte. ¿Dirías que, en estos años, tu arte se vuelca decididamente a lo político?

—No, creo que ya en la muestra de Peinetones lo político es bastante fuerte… pero más allá del momento en que vivíamos, como una observación social de lo que somos y cómo nos negamos a reconocernos. Creo que en las ciudades esa observación es quizás más puntual; y ahora que lo pienso, suena como paradoja que haya hecho esta primera muestra grande de Ciudades en Tucumán… de todos modos, no me parece que se vuelque solamente a lo político… bah, eso espero. Sería bastante limitado, ¿no? Una obra pienso que debería trascender esa esfera, ser más que eso.

Ciudades-objeto

—Hay toda una parte de tu obra que tiene que ver con el trabajo sobre madera, con formas escultóricas como los escudos o las ciudades verticales. Como si la obra pugnara por materializarse, alcanzar elocuencia a través de la tridimensión. ¿Te considerás una escultora, además de artista plástica?

—No me lo planteo. Me conforma ser una artista plástica, que a veces trabaja con volúmenes más grandes, es parte del juego. A veces hago objetos que son como esculturas, pero de igual modo puedo hacer una obra sobre papel, una joya o un peinetón de aluminio. Adoro ese ir y venir que te da la obra, y los diferentes desafíos que te dan los materiales en sí mismos.

Hay algo, un punto distinto que te da el objeto y sólo el objeto, ni la pintura ni la escultura. El objeto es cercano. Es convivible. Tiene una escala humana que te acerca. La tela te impone la distancia. Esto lo descubrí con los juguetes, la cosa táctil, que, en el caso de esa muestra, estaba doblemente desjerarquizada porque eran juguetes y la gente se acercaba y los tocaba, algo que no hubiera hecho si hubieran sido pintados o esculpidos. Esa cercanía…

En mi obra en esos años surgía la necesidad de algo muy definido: tenía que avanzar sobre el espacio a través del volumen, sacar los peinetones con pinches para afuera. Invadir el espacio de ese modo. Fue en ese momento cuando me convocaron para Issue, y fue genial trabajar esa posibilidad que antes no había sospechado en el peinetón.

De todas maneras, siempre se trata de ensayar, probar, buscar la mejor manera de expresar eso que querés decir. Buscarle la vuelta conceptualmente y utilizar tus recursos en función de eso. Los vestidos, por ejemplo, que son una obra posterior, los empecé a hacer en cartón pintado, un material que es muy absorbente y por eso me daba un trabajo brutal, tenía que lijar, lo había pensado como una obra grande. Pero después me decidí por el papel, por la obra chica, que tiene tanta magia. No quería tampoco el efectismo del formato grande. Mirá en Xul Solar, esas maravillas, con cada milímetro uno puede quedarse mirando una hora entera; no necesito un metro. Hay algo cercano, algo que fomenta también la curiosidad. Cuando después los expuse, uno al lado del otro, la gente se acercaba despacio, los miraba uno a uno, les daba su tiempo.

Aldea global, mirada local

—¿Durante los años que siguieron a 2001, realizaste muchas obras referidas a la crisis, a tu singular experiencia de esos momentos en la vida del país?

—Previamente a 2001, había una atmósfera de catástrofe, de indicio de algo que iba a pasar y que al final pasó. En muchas de mis obras esta mirada decepcionada con un presente tan contradictorio fue apareciendo desde mucho antes. En una serie hecha en collage trabajé mucho con la palabra “maldita” acompañando la ciudad, a partir de un cartel que estaba en todas las calles de Buenos Aires y que decía “maldita droga” en referencia a Maradona. Me di cuenta de que eso estaba definiendo un ciclo, que era el principio del fin, y se instauraba de nuevo la desmesura de la sociedad, la destrucción, la fagocitación del ícono del héroe nacional caído. Jugué con esa palabra, y a partir del juego armé la obra… fue como la metáfora de Calvino, mi propia Tecla.

De esa época es también un collage donde se ve un volquete, donde todo se ha tirado, donde reina la falta de memoria. Se llama: Señores, todos al volquete. En mi vida personal, se relaciona con haber sentido el deterioro de esa tradición y de ese lazo con la cultura, cuando me entero de que todo un archivo de una importante galerista había sido tirado en un volquete, sin que a nadie le importase. Me avisaron en ese momento, y parte de ese archivo lo rescatamos y fue a una fundación. Pero así estábamos. Todo iba a la basura. Creo que en la obra esto queda expresado claramente.

Algo parecido me pasó cuando a una ciudad la llamé: Peina tus ideas. Eran obras horizontales, de a pares, en una la ciudad está con muchas lunas y en otra es un rectángulo con la misma representación; todo alrededor, la ciudad crispada. Con ese título trabajé muchísimo… de la ciudad lo trasladé a la cabeza, a vestidos… es muy curioso y fascinante cómo una misma idea, en el transcurso del tiempo, puede ir y venir con otra mirada en otro contexto.

—Durante estos últimos años, las ciudades han sido uno de tus principales temas. No sólo en términos de global /local, sino también en referencia a Occidente. Más recientemente, esa mirada se focalizó también en Oriente. Hablemos de la exposición centrada en ciudades que hiciste en 2006 en Italia.

—Tengo una bisabuela piamontesa, y por eso desde el principio la muestra significó para mí un volver hacia atrás en el tiempo, y sentir de algún modo que había cumplido con mi abuela. Cuando subí al avión, se me caían las lágrimas, y me acordé de eso que cuenta Antonio Dal Masetto en su novela Oscuramente fuerte es la vida, la abuela inmigrante que nunca regresa.

Con mi muestra yo había sentido que estaba cumpliendo con ella, que le devolvía algo en el lugar del cual había partido. De algún modo yo había podido regresar. Volví a Buenos Aires muy emocionada, muy triste, pensando en esta realidad tan dura. El país incumplido de los sueños de los inmigrantes es algo a lo que vuelvo una y otra vez. ¿Será por eso que siempre hay barcos en mis obras? ¡Estoy llena de barcos! Lo relaciono con la idea de que va y viene, de expulsión también, porque en algún momento el barco te lleva. Creo que en Latinoamérica y en la Argentina hay siempre una instancia de expulsión que es parte de nuestra forma de ser… como si todavía nosotros mismos no hubiéramos hecho raigambre en serio en esta tierra. Seguimos creyendo en el mito de la Argentia, de la tierra llena de tesoros… y por haber comprado esa utopía, quizás sentimos todavía que no estamos en el país que nos corresponde. Esa cosa que tiene toda ciudad-puerto, de sitio desde el cual se parte y al cual se llega, no la tiene sólo Buenos Aires, de algún modo pasa en toda América Latina… a veces es la política, las diferentes situaciones económicas, la pobreza, o el sólo hecho de idealizar lo foráneo, que concebimos como “salvador”… Muchas veces pensé que tenía que ver con nuestra geografía… al ser tan periféricos, somos tan extremos y tan… ¡extremistas! Y con esa inmensidad de territorio, riquísimo… ¿cómo puede ser que no logremos una consustanciación profunda con nuestra naturaleza? En países donde la naturaleza es bellísima, como Guatemala, Brasil, Paraguay, su gente tiene una relación más armónica con su entorno… pero también la expulsión ahí está presente… esa idea cíclica de ser expulsado se me hace insoportable…

—Ese mismo año, viajaste en plan turístico a China. Pero lo viviste en sintonía con tu obra, con todo lo que vos como artista venías elaborando a través de la construcción de una mirada personal sobre las ciudades, el mundo, la globalización…

Con China fue muy distinto todo, pero a nivel personal encontré una relación muy profunda que hablaba de mí como argentina y de mí como ciudadana de este “mundo global” en que vivimos. Por eso China significó un límite: mi límite. Descubrí un mundo absolutamente otro que no tenía mis códigos y donde yo era la excluida. Esa sensación de exclusión, que creo que es un rasgo de nuestra época (porque nuestra época está signada por la exclusión), no la he sentido nunca en mi vida. Ni siquiera como rubia en Latinoamérica. Jamás. Sentí como que ese mundo era impenetrable, incomprensible, y que la globalización no es como la cuentan. Nos imaginamos una globalización que no existe al nivel que la pensamos, ¿no te parece?

Precisamente, la muestra que estaba preparando para llevar a Italia tenía como tema la ciudad global, toda negra y roja. Después de inaugurar la muestra, viajé a Roma, que fue mi ciudad de la infancia; estaba todavía movilizada con China, me fui directo al Panteón, al Ara Pacis, directo a ese lugar donde está la mesa donde se acordaba la Pax Augusta. Y pensé para mí misma: yo soy esto. Yo pertenezco a esto. Mis raíces son esta cultura. Habrá muchos mundos, pero éste es el mío. Sentí muy bien el límite… y sentí que esa globalización, tan anunciada, era un disparate… y una realidad.

La experiencia también fue importante para mí a nivel estético. Me maravilló la remodelación, la belleza de esa caja de cristal donde han puesto al Ara Pacis. Aunque a los romanos no les gusta; pero a mí me pareció maravillosa la armonía que consiguieron, creando un cuadrado elevado que es todo luz, sin distorsionar lo antiguo porque jerarquiza ese pensamiento de la buena paz de Augusto. Fue muy emocionante sentir la buena justicia, la sensación de justicia que Occidente propaga, y pensé que Occidente tiene que crear un buen intercambio, sin anular las diferencias, permitiendo accesos pero recibiendo las influencias y enriqueciéndose con eso. Pero se trata de algo que no va a pasar de un día para otro, que no está pasando ahora, por más que se hable tanto. Los cambios parecen rápidos, pero en realidad son muy lentos, lo que vemos es sólo es una apariencia. Ahora es claro que esta globalización tiene mucho de transculturación y mestizaje, está muy lejos de ser un gran mercado homogéneo, al contrario, las minorías tienen cada vez más poder, y esto es algo inevitable y a la vez muy rico e interesante… De todas maneras, yo me sigo parando en el Panteón y en mi América Latina.

Memorias de una extraviada global

—Después de ese viaje comenzaste a trabajar tu serie sobre China. ¿Cómo fue ese proceso creativo?

—Esta serie no me fue muy problemática en el sentido plástico, porque hacía tiempo que había retomado la línea curva, con la serie de homenajes a artistas que admiro, y se prestaba a lo vivencial de esa noche que pasamos al pie de la muralla, donde neviscaba y el viento era el gran protagonista, circular; lo recuerdo como un gran silbido, envolvente, profundo y casi humano. Me acuerdo que lo asocié inmediatamente a los dibujos de William Blake… era el viento de la estepa manchú… todo lo envolvía y por momentos era tan fuerte que pasaba a ser una presencia real… esa experiencia envolvente la volví a sentir cuando trabajaba esta serie en el taller, no hubo quiebre al reencontrarme con el taller y empezar con esta serie a la que denomino Viento de muralla.

—Hasta ahora la serie se compone de obras abstractas, de líneas rectas y de curvas envolventes como ese viento de la muralla; pero también hay otras obras, más figurativas y sugerentes, donde aparecen insectos, mariposas…

—Las obras más abstractas y más grandes tienen un color que remite al de las casas Hu-tong de China, grises y lacres… adoré ese color. Primero fue el azul y gris, que me recuerda ese azul que me deslumbra, cobalto, el de Yves Klein, el de la cofradía del azul, lleno de vida, alquímico… y ese gris que actúa frente al azul como un verde… todavía no sé bien cómo surgieron esos colores, no me lo explico. Pero ocurrió así. Después me divertí mucho trabajando con el celadón. Ese verde que está en la porcelana, que adoran los franceses y que creo que sigue siendo motivo de nuestra fascinación occidental… trabajé mucho ese verde, lo sigo trabajando.

Con los otros, pasó algo raro. Recuerdo que ese verano, después de un año vertiginoso de imágenes en el silencio de mi taller, empezaron a entrar mariposas, muchos insectos… y los fui incorporando, uno a uno, poco a poco, a mi obra… y pensaba que ciertamente estamos muy lejos… pero ahora…

Tal vez, con el cambio climático, la fauna nos acerca… era extraño y cómico al mismo tiempo, hubo un momento que pensé: “¡Soy una extraviada global! Esta fauna me confunde, ¿dónde estoy?”… y ahí me empezó a cerrar el tema… le fui encontrando sentido.

A esta serie la llamé Tatuajes. En esas tramas que fueron apareciendo poco a poco se me impuso la idea de tatuar, de bordar… hasta pensé en bordar esas imágenes sobre la tela. Porque hay mucha laboriosidad en el proceso plástico, el dibujo va armando una trama barroca que te permite descubrir muchos detalles, podés mirar y mirar, siempre seguís encontrando cosas, como esos tatuajes muy trabajados, hay mucho ahí plasmado que va apareciendo de a poco, a medida que observás. De alguna manera, al hacerlo, pensaba que estaba bordando, o cosiendo… cosiendo la memoria.

En esta serie hay una idea de “buena globalización” a través de los recursos utilizados. Está el rojo y el gris de los Hu-tong de las clases medias y de los artistas, no el de los emperadores; están las flores, los insectos, la naturaleza, que también tiene que ver con nuestra naturaleza latina, frondosa, sensual y barroca. Pero también, si mirás bien, hay peinetones, ciudades, frases que nos identifican y que quedaron como grabadas en la memoria, y también el logo de Coca-Cola, que es parte de nuestra vida. Todo hecho con humor, con dolor, con emoción, con dramatismo… como si pudiéramos grabarlo, tatuarlo en la piel… así somos, a todo nivel, en todo el mundo. Por eso digo que pensé que juntar todo eso era una forma de conceptuar la buena globalización… Hay muchos elementos que aparecen en otras obras mías, como la escalera de los sufíes con todo el sentido de elevación espiritual que conlleva, las islas Malvinas o incluso la Melancolía, el enigmático grabado de Durero… pero claro, se resignifican si los pongo entre otro concepto como Oriente, y más si encima los inserto en una vegetación típicamente oriental, sumada a un color popular chino… es gracioso, en realidad, porque aparentemente quedan mimetizados como una verdadera estampa, los tenés que descubrir en esa trama, en ese encaje…

—Esta serie transmite un goce visual muy intenso. ¿Se trata de una celebración de la diversidad?

—Sí, por eso es un tatuaje, tenía que quedar grabado… de alguna manera, me propuse ensamblar recuerdos, obras mías, imágenes de la naturaleza, todo aquello que no quiero que se disgregue, sino que se mantenga unido. Toda esta serie la fui haciendo despacio, trabajando dos horas y cortando para repensar lo hecho… fue un proceso lento y gozoso.

Maestros, alumnos y vida cotidiana en el taller

—Antes de continuar este recorrido por tu obra, quisiera que miráramos un poco hacia atrás. Hablemos de una parte importante de la trayectoria de todo artista: los maestros.

—Tuve tres maestros, en distintas etapas de mi vida. Marta de Llamas, Silvina Cardoso y Víctor Chab. Estoy muy agradecida a ellos. Pienso ahora que esa cosa de no perder la rutina, de trabajar todos los días, seguir y seguir, es algo que aprendí de ellos. También el hecho de bancarse la mala época, destruir si es necesario, romper la obra, pero siempre sabiendo que es una etapa que hay que pasar. Claro que a veces hay momentos en que uno piensa que no va a volver a hacer algo válido ante uno mismo nunca más… y ése es un punto muy difícil. Pero es importante tener la esperanza de que vas a encontrar una salida, y por eso hay que seguir trabajando.

Con el tiempo, fui encontrando y sistematizando las imágenes que yo buscaba y consideraba algo personal, y que hoy son parte de mi lenguaje. Éste fue un trabajo muy introspectivo que tuve que enfrentar sola, con la disciplina de mirarme a mí misma, y también, aprendiendo a disfrutar de lo bueno y de lo malo.

—¿Cómo te describirías en tanto que maestra en tu taller?

—Creo sinceramente que ante el arte cualquiera puede relacionarse desde el afecto, el pensamiento, la historia personal y colectiva, desde tantos puntos… Me parece fundamental que el arte no sea “museístico”. No quiero que mis alumnos sientan que vienen a “un taller de arte”, así con comillas, donde yo, la “artista”, les enseño. No lo considero así. Porque el arte hay que vivirlo; si no se vive, no es arte. Si se lo toma con ese rótulo de serio, de cosa enorme, de obra de arte para un museo, si se trabaja con esa imposición artificial, lo que pasa es que se pierde la parte lúdica, ese punto fundamentalmente placentero que tiene el arte cuando se lo encara como una búsqueda y un ejercicio de la libertad. Muchos prefieren comprarse ese rol y considerarse artistas entre comillas, como si fueran parte de un estatus distinto de personas o como si así accedieran a un nivel superior. Me preocupa que los alumnos incorporen el trabajo como una parte más de su vida. Pero también que tengan claro que el arte es una práctica paciente y constante, de conciencia de las estructuras formales, porque si no sería una antropología, una forma de política… etcétera, etcétera. Aún hoy, después de Duchamp, las artes plásticas son bastante ambiguas y abiertas, pero siguen teniendo sus estructuras formales propias.

El artista no es un ser superior. Más allá del estatus, el prestigio o la posición social, todos tenemos más o menos las mismas alegrías, las mismas tristezas, las grandes preguntas y las pequeñas respuestas.

—Como artista, ¿qué te aporta la enseñanza?

—Aprendo muchísimo. Es un perfecto ida y vuelta. Por eso sigo dando talleres, desde hace ya siete años. Me da mucha alegría la gran comunicación que surge mientras trabajamos, tanto la relativa al arte como a nivel humano. Adoro a Kandinsky y siempre me he basado en el punto y en la línea, en los cuadernos que hacía para la Bauhaus, pero también charlamos de la vida misma, nos contamos nuestras vivencias, planteamos las dudas que encontramos en las obras… y todo eso forma parte de la clase mientras cada uno sigue el camino de su obra. Soy exigente con el tema de la calidad, continuamente les estoy marcando lo que veo y trato de orientarlos en sus particularidades. Algo muy gratificante es encontrar que cada uno tiene un lenguaje propio y que cuando surge es una gran victoria. Mi tarea es guiar para que lo disfruten y lo descubran, expresándolo en su trabajo, para que sigan su hilo conductor propio, es decir, su idioma personal. Eso que hace que cada manifestación sea única y reconocible.

El factor pedagógico en el arte

—Durante la muestra Peinetones, realizaste una cartilla para niños para interesarlos en la parte educativa de la muestra, junto a Elsie Yankelevich; y también diste la idea para la muestra participativa Juegos de artistas en el Museo de los Niños del Abasto. ¿Cuándo nace esta inclinación por educar a través del arte?

—No lo sé bien… pero siempre pensé que el arte es un derecho de uno y de todos. Aunque esto también sea engañoso… ¿no te parece? Además, creo sinceramente en aquello de que nadie quiere lo que no conoce; esto es algo fundamental en Latinoamérica, donde la realidad es tan vertiginosa, y donde todo lo de ayer hoy ya se olvidó… A cierta altura de la vida uno se pregunta: ¿qué puedo hacer? Para mí una de las respuestas posibles es educar, en la medida de las posibilidades de cada uno, y especialmente a aquellos que son niños, esto es clarísimo. Toda esta idea mía y de otros artistas que participaron en esas muestras estaba impulsada en sus comienzos… ¡por el espanto! Ya la peor de las crisis se vislumbraba, la primera edición se hizo en el año 2001… ¡con decirte que inauguramos una semana antes de que cayera De la Rúa! Era una ma-nera de conjuro, como si a través del arte tuviéramos un sitio de resguardo…

Como una de las cosas más lindas de la niñez es la curiosidad (algo que también disfrutamos los artistas), creo que el arte cuando se propone educar va por buen camino… porque no me digas que no es asombroso descubrir que el tema de los peinetones fue un fenómeno social que sólo se dio en el Río de la Plata, y que fue una moda exacerbada por un tal Manuel Masculino (¡oh paradoja!) que, por supuesto, se enriqueció muchísimo, y descubrir incluso que un cronista francés terminó preso por satirizar esta costumbre de las damas porteñas… ¡es increíble! ¿Cómo un niño o un adulto no se va a asombrar? Y es por eso que hicimos una modesta fotocopia para que lo supieran, para que lo ubicaran en su tiempo histórico, y con espacios en blanco para que ellos también hicieran sus propias versiones.

Igual pasó con los juguetes del Abasto: fue una verda-dera incitación a participar. Pero no soy muy original en esto… entre 1920 y 1930, esta voluntad de educar a través del conocimiento y la difusión del arte la tenían numerosos artistas y personalidades como Ricardo Rojas, los Guido, estaban las maravillosas cartillas Viracocha que hicieron Leguizamón Pondal y Gelly Cantilo… fue un fenómeno latinoamericano que se dio en Brasil, México, Bolivia y Perú, como lo hizo Elena de Izcue, una artista tan refinada y tan contemporánea.

—¿Hay algún otro proyecto que te interese especialmente y que se focalice también en la educación?

—Desde hace un tiempo me estoy armando de valor para encarar una idea de muestra que me encanta y que vengo pensando hace años, centrada en el ahorro, un motivo que aparece en muchas obras mías. Pero el proyecto en sí, con esta orientación pedagógica, todavía lo estoy armando. La alcancía es un objeto de nuestra infancia, parece de otra época, pero la verdad es que no se ha perdido… es notable que en este momento en que las sociedad despilfarran, han vuelto a las jugueterías las alcancías… ¿te diste cuenta?

En las alcancías uno depositaba de niño miles de deseos, que son una verdadera proyección al futuro. No me puedo olvidar cómo, al bajar del barco desde Roma, nos esperaban mis abuelos y uno de los regalos que me dieron fue una libreta de ahorro… me acuerdo de los sellos, de la alegría que me daba al ver cómo aumentaban… Recuerdo especialmente a mi maestra de tercer grado, ella y todos me lo incentivaban… lamento tanto no haberla conservado…

Claro que este tema también hizo que mil veces me haya preguntado: ¿qué nos pasó? Porque la alcancía, como símbolo, es mucho más que el dinero que se deposita en la ranura. Son los proyectos, la acumulación de esperanzas, de alegrías y de esfuerzo que implica… Buscando respuestas, así fue como me instalé en la Biblioteca Nacional y documenté todo lo que encontré sobre el tema. Un amigo me llevó a conversar con Enrique García Martínez, un prestigioso economista, un caballero que se tomó el trabajo de explicarme con santa paciencia las discontinuidades económicas… me acuerdo que salí abrumada, desconsolada… y, por supuesto, entendí la mitad.

En la Biblioteca encontré datos maravillosos: por ejemplo, en Santiago del Estero un maestro, en una zona de gran sequía, al lado de su escuela construyó una cisterna, una verdadera “alcancía de agua”. Ese maestro se llamaba Francisco Lezcano, y la inauguró en 1952 en un páramo. ¿Qué otra palabra le cabe a ese maestro que la de héroe? Porque, sin dudas, hay que tener una generosidad y un cariño enormes para hacer eso. La alcancía representa todas esas dimensiones, será una muestra que voy a hacer con muchos artistas que piensan como yo, más allá de la realidad y a pesar de ella.

—Decías que, además de este proyecto, la alcancía ya ha aparecido en muchas de tus obras, a veces disimulada y otras bien visible… ¿siempre representa eso, una proyección a futuro, un gesto de esperanza? ¿O en las ciudades esta idea alcanza otro carácter?

—Representa lo que George Steiner dice en Presencias reales: por encima del plano vegetativo mínimo, nuestras vidas dependen de la capacidad de expresar esperanza. Quizás inconscientemente con la alcancía les agrego a las ciudades un voto de esperanza, pensando en el futuro.

Hace poco leí que un antropólogo, junto con un grupo de arquitectos, estaba haciendo experiencias en zonas públicas de las favelas, en las plazas donde las mujeres podían hacer tareas cotidianas como lavar la ropa, coser, conversar, y distintos ámbitos tradicionalmente sociales, para volver a relacionarse grupalmente y espacialmente. Me pareció tan simple como sensato. El espacio público y la vida cotidiana: todo lo contrario de lo que uno ha vivido en las últimas décadas, que han sido de un aislamiento terrible, y ahora sumado a la contradicción que genera lo tecnológico… donde tenemos esa maravilla de estar comunicados con todos al mismo tiempo pero a la vez es evidente que la vida pasa por el costado. Creo que el arte tiene responsabilidad en todo esto.

La serie de los escudos

—Todavía no hablamos de una de tus series más importantes, Escudos. Todas las obras reunidas bajo este título parecen enfocadas a exorcizar el dolor, a levantar un velo de piedad, pero también de memoria, dados los temas y los motivos que las originan.

Las Protegidas, Vestidos y Escudos tienen para mí una atmósfera semejante, por eso los presenté juntos en una muestra en 2005, en la que enfaticé el concepto de protección, por eso la titulé Escudos.

Hay algo que los artistas tenemos que es que nuestra obra de algún modo nos protege, nos exorciza, nos escuda. La vida es muy intensa, como lo soy yo también. Para los artistas esa realidad que recreamos, que nos trasciende a nosotros y que plasmamos en la obra, a su vez nos protege del mundo. Por eso pienso que las obras muchas veces tienen un punto de exorcismo… En esa muestra (armada alrededor del número siete, el tres y el cinco, que tienen algo mágico y mítico) hay grupos de vestidos, de escudos y de cuadros, con las distintas dimensiones que dan el papel, la madera, los volúmenes, el color. La pensé como una instalación, desde lo pictórico.

Los escudos también hablan del peinetón porteño y de la ciudad fragmentada, o herida, y de la pertenencia de lo local frente a la aldea global. Los escudos, como los vestidos, y, en un nivel más misterioso y menos explícito, Las protegidas, hablan de la protección, de los objetos de protección.

Había toda una cosa escondida en esa serie, imposi-ble de ver tal vez para el espectador que no conoce esta historia, es cierto, pero la serie era así. Mientras que los vestidos-escudos eran bien claros y obvios, a propósito; en Las protegidas no, allí está todo oculto, son ellas (las protegidas) quienes custodian la ciudad que está de luto por sus muertos y sus víctimas.

En una de ellas, la superficie está cubierta por papelitos que son como alas pero en forma de peinetón, como verdaderos ángeles protectores. Están cortadas una por una y puestas prolijamente, armando una gran trama. Es literalmente una suma de muertos provocados por el descuido del Estado: los chicos de Cromañón, los bomberos del Sur que en esos días murieron, también víctimas de un estado de cosas del que todos somos responsables… y tantos más… Los pinches como púas van señalando, pero también hacen un ritmo visual. Hay una tensión dual: entre la belleza compositiva y la carga simbólica que está oculta.

Otra de las obras de esta serie, hecha con servilletas, aludía a un escándalo político muy famoso, paradigma de la corrupción y que quedó instalado en la memoria popular. Hoy hablamos de servilletas, y nos acordamos de esos personajes. En algunas de ellas, en el anverso, bien escondido, estaba conjugado el verbo “fuimos nosotros, fueron ustedes, fueron ellos, fui yo”… Hay que hacerse cargo de eso.

Otra de las obras estaba hecha con pequeños papelitos con forma de pañuelos blancos, porque mi interés fue aludir, a nivel humano y mundial, a todas las madres y abuelas…. Porque, ¿no somos todas las madres y las abuelas las que observamos el estado de las cosas, el estado humano de nuestro tiempo? ¿No nos pasamos previniendo a nues-tros hijos para que no se lastimen o no los hieran? ¿Desde todos los puntos del planeta?

Toda esas ideas estaban expresada desde lo plástico, con una fuerte voluntad de reivindicación, de reclamo, y de curación también, a través de las obras. No de extinción del dolor, pero sí intento de sanación… y observación para la prevención. También en esta serie está la obra Oír dentro del silencio, hecha con bandas cortadas de tela de bastidor; allí se repite la frase “No me olvides” cientos de veces…. ¿No es eso lo que pretendemos los artistas?

La ambigüedad y la dualidad; la belleza visual que pare-ce telas o piedras, el simulacro donde también aparece el tema de la fragmentación… En toda esta serie la contundencia reside en su fragilidad y su belleza.

—Quisiera que me cuentes las ideas que conceptualizan el tema del escudo.

—El trabajo con el escudo es importante para mí. Muchas personas me dicen que soy ingenua. Pero eso es precisamente lo que me protege. Lo que antes por ahí me hubiera dolido, ahora sé que me protege. La obra es mi amparo y es mi escudo. Creo que yo cambié la ferocidad por la ternura. Me lamo las heridas. Eso es lo que vi en los grandes peinetones, que eran crueles, y eso era un punto que me iba a hacer mal a mí íntimamente. La misma obra me iba a hacer mal. Podría haber seguido en ese punto y continuar al infinito. Incluso como forma de juego, juego peligroso pero juego al fin. Hay artistas que pueden hacerlo, magníficamente, como Heredia, hay artistas que pueden y que logran obras dolorosas pero maravillosas.

Creo en la ternura como nexo, como posibilidad de reconciliación, incluso de candor. Esto puede parecer ingenuo. Pero es como la reconciliación con uno mismo, permitirse lo bello en un mundo tan terrible. Justamente la belleza tiene que ser como un respiro, una caricia para uno mismo y para los demás. Un camino donde se mezcla la estética con la ética.

Para esta muestra tenía también cuatro vestidos, eran tres telas circulares. Una roja, que es un vestido de lágrimas; una azul, que dice: “Peina tus ideas” y se derrumban las palabras, y otra gris fragmentada, donde se ve la Cruz del Sur simbolizada con botones. El cuarto vestido-escudo está hecho con un aro de aluminio que me regaló mi hijo músico, de un parche de su batería; tiene un vestido fragmentado, esto me recuerda mucho a otro cuento de Calvino, El vizconde demediado.

—Esa fragmentación, ese partirse en dos… en tu obra siempre está esa polaridad: la ferocidad y la ternura.

—Es cierto. En los juguetes también había algo feroz. Me lo dijeron desde la primera vez que los mostré. Hay algo denso en ellos. Si pongo a las Malvinas en un vestido, o en un peinetón, lo hago con alevosía, que no pase desapercibido. Que se vea y sea claro, no me importa en ese nivel la sutileza si tengo que decir. No estoy dando una interpretación libre del tema.

Pero era parte de esa realidad que contaban los vestidos-escudo. Porque desde nuestra realidad latinoamericana siempre hay algo terrible que está detrás. Detrás incluso de la moda, o de las cosas consideradas superficiales. Hay algo que va por debajo. Esto siempre lo expresé en mi obra de distintas maneras.

—¿Cuándo aparecen los vestidos dentro de esta serie Escudos?

—Una vez Regina Root, cuando estaba haciendo las joyas y pensaba en insignias y formas nacionales de expresar la idea de ciudadano o de nación, me dijo: “No te das cuenta? Todo esto que hacés es vestir tu patria”. Fue como una revelación. Entonces pensé: la voy a vestir ex profeso y alevosamente… y empecé. De ahí surgieron los vestidos. Me pareció que era una idea que la podía concretar con contundencia. Yo ya estaba haciendo Las protegidas, y me pareció un equilibrio perfecto: lo oculto y lo manifiesto.

Empecé a hacer los vestidos trabajando mucho con la idea de simulacro, de simulación que tiene la moda. Y me di cuenta de que la moda es como un escudo, una protección de uno mismo, a veces te protegés y otras veces salís y te transparentás. Hay veces que a propósito elegís que te vean herido. La moda tiene toda esa opción y todo ese abanico sociológico, lo cual la vuelve muy interesante. Hice una serie muy extensa, con muchos temas; quería vestir todo lo que pasaba alrededor y todo lo que me pasaba a mí. Al principio busqué una especie de túnica, quería un mix global, pero que no fuera un kimono, quería un diseño con simplicidad de líneas, bien pregnante, para que adentro estuviera la zona de sentido donde pasara todo lo que yo quería decir.

—En total son más de cuarenta vestidos. ¿Cómo fue el proceso de creación?

—Recuerdo que uno de los primeros que hice era negro, con escarapelas, era un vestido que hablaba de la patria de luto. Después hice un homenaje a artistas como Batlle Planas, Xul, Heredia, pero la temática es extensa: unos mates que se ven también como guitarras criollas, pegados con piolín (algo bien argentino), pero que también son un homenaje a Braque.

Hay vestidos con heridas abiertas y cosidas, otro con una escalera que remite al cielo sufí… hay uno que a mí me gusta especialmente, porque muchos también tienen humor, un punto de ternura y hasta de inocencia… hay uno que se llama Me cansé, y se ven dos alitas de ángel colgadas… Otro vestido tiene un pentagrama dobladito, como un origami, es un homenaje a Astor Piazzola, pero también a un modisto japonés que me encanta, Issey Miyake, que hace todo con pliegues y que es un verdadero artista que trasciende la moda. Otro aludía a la ecología, y por eso tenía pequeñas hojitas disecadas y coloreadas, agarradas apenas con alfileres.

Cuando tuve la visión de que con todos estos vestidos estaba haciendo una serie, naturalmente me enfoqué también en Las protegidas, como un contrapunto, donde todo es más grave y también muy sutil, donde hay como pistas y se dice algo pero sin decirlo, sin hacerlo nunca manifiesto. Iba y venía con ambas series. Compensaba esa sutileza con la contraposición que eran los vestiditos. Lo que estaba oculto allá, lo blanqueaba acá.

En los vestidos desarrollé todos los temas que me interesaban, o casi todos. Hay uno hecho con papelitos de cigarrillos fragmentados y con un sello de lacre con el escudo nacional, que se llama Argentia, porque esos papelitos plateados simbolizan la riqueza fragmentada, la idea de un país rico, que es algo relativo.

Otro está hecho con boletos de colectivo, y tiene una cinta roja donde una bailarina hace equilibrio… porque uno siempre está haciendo equilibro, ¿no? Esa cinta es de una querida amiga inglesa que siempre envuelve los cubiertos con cintas en sus cenas, ese gesto me parece tan tierno… y por eso usé una para este vestido y para otros.

Hay muchísimos… uno de San Cayetano, con la estampa y la espiga, otro llamado Titanic, con un barco que se hunde y donde la ciudad se confunde con el peinetón.

Otros vestidos son el de la fragmentación mundial, en color rojo; otro donde estaba escrita con Poxi-ran la palabra “NO”, y que hacía referencia a los chicos de la calle. En uno me preguntaba irónicamente: ¿quiénes son los otros?, ese tema tan banalizado… Otro vestido tiene tajos cosidos con diferentes hebras de colores, motivo que he repetido en varios soportes en distintos momentos.

—Uno de los vestidos es una alusión directa a Santa Rosa de Lima.

—Es un vestido que denominé Las jaulas del alma. Santa Rosa de Lima es de una modernidad inusual, no sólo porque hacía collages sino porque es sorprendente que su discurso siga estando vivo en cierto modo, pero invertido. Porque es el cuerpo y no el alma lo que está enjaulado. Eso que dice ella sigue siendo actual, por más que sea una idea medieval traída a América con los españoles. Esa polaridad alma-cuerpo continúa vigente, y podemos multiplicar los ejemplos de por qué el cuerpo está enjaulado, preso, distorsionado, en nuestras sociedades de un modo muy epidérmico… sin esa profundidad espiritual, sin esa mística del Siglo de Oro, que traslada España a América. El vestido tiene el mismo corazón que puso Santa Rosa recortado en sus collages, pero en vez de dos alas yo le agregué una más por mis tres hijos.

—¿Cómo fue la recepción de esta serie?

—Creo que con los vestidos pasó algo raro. A muchos los desconcertaron, aunque creo que me lo perdonaron, pero en definitiva les parecí demasiado naïve. Pero yo quería comunicar eso y asumí ese riesgo… y al mismo tiempo apostaba a abrir muchas puertas de comunicación. No es casual que haya tenido tanta relación con la gente, con los vestidos fue lindísima la comunicación que tuve. Si para eso tengo que soportar que me tilden de naïve, estoy encantada… De hecho lo soy. Y tanto me gustó esa muestra, que la podría hacer mil veces, porque pude expresarme sin traicionarme, y sentí que fui escuchada por muchos.

El ojo, las curiosas, la mirada

—Todos los vestidos de esta gran serie Escudos están enmarcados por un círculo, o un óvalo, que parece una pupila. Como si el contenido fuera el reflejo de la pupila del espectador cuando mira.

—La idea del ojo es algo que vengo trabajando hace mucho tiempo, de distintas maneras y en diversos soportes. Muchas de mis obras tienen lunas, que para mí también son como ojos que miran la ciudad… ojos que velan a la ciudad dormida. Tengo otra serie que denomino Las curiosas, e incluso uno de los vestidos se llama así. Esta idea se fue modificando con el tiempo. Observando la evolución de mi obra, me di cuenta de que esas lunas se iban convirtiendo en verdaderos ojos…

En otra obra, llamada Mar de llanto, hay un mar de lágrimas donde se posan lunas que son verdaderos ojos, ahí ya se va corporeizando la idea de la mirada íntima. Fue un trabajo tan laborioso, de moldear lágrima por lágrima con resina… todo ese tiempo de realización que me exigía la misma materia con la que trabajaba me hizo acrecentar la reflexión sobre este tema. Fue una auténtica introspección, un mirar hacia adentro. De qué manera miro, de qué manera me cierro para mirar… Hoy estoy trabajando a partir de ese concepto más explícitamente y focalizándolo de una manera tal vez menos lúdica, más sintética y más pregnante. Creo que estoy volviendo al proceso que experimenté con Las protegidas… La mirada es el primer lazo con lo que vemos o creemos ver…

—¿Cómo se expresa todo esto en la serie Las curiosas?

—Con esta serie me desdoblé. Por un lado estoy yo como artista, pero por otro lado me represento en los peinetones, como observadora de nuestra identidad. Es una serie con mucho movimiento, muy dinámica y hasta cómica… Desde lo plástico, tomé el papel y recursos como curvas, rectas, colores planos… cada curiosa tiene un solo color y éste siempre es simbólico. Esta obra la sigo desarrollando, igual que en el caso de los vestidos-escudos, primero los hago de formato pequeño para después explayarlos en el espacio.

El nombre de la serie se lo debo a un amigo, el profesor Ángel Navarro, que siempre me dice: “Lo que pasa es que vos sos una curiosa”. Y yo le digo: “Sí, porque los artistas somos curiosos”. Creo que los artistas espontáneamente buscamos mantener esa curiosidad para observar y experimentar, ese no perder el sentido de la aventura… y que a veces, lamentablemente, perdemos…

—¿Cómo aparece este tema en las ciudades?

—Es muy claro en la serie Ciudad / La observada. Dentro de los peinetones la luna actúa como mirada. Pero se trata de una mirada de observación, es un tema de objetivación. Creo que, en muchas de mis obras, me pongo en el plano de observadora, e incorporo en el peinetón el ojo… Este tema también aparece en la serie llamada Luna sobre mi ciudad, donde las lunas son muchos ojos que miran.

—Otra serie que presenta la mirada es Las comadres.

—Es una serie que para mí tiene mucho humor. Las comadres son otro tipo de juguetes, yo las siento así. Cuando las terminé, me reía sola, porque me acordé del ejército de los Guerreros de Xi’an… todo ese conjunto que avanza, bellísimo y amenazante… Pero estas señoras, llenas de ojos, ocupan ese espacio pero no desde la amenaza, sino desde la complicidad, por eso las llamé así. Hay un diálogo entre ellas… juntas se potencian. Aunque ahora, pensándolo bien… un grupo de mujeres decididas y cómplices entre ellas… siempre es amenazante, ¿o no?

El arte y los artistas

—¿Cuál sería el rol del artista en esta época?

—Yo creo que, hoy y siempre, el artista tiene que decir cosas. Si no, qué sentido tiene el arte. Una vez, una gran crítica de arte colombiana me dijo lo siguiente: “Éste es un arte en tránsito”. Todo el arte actual es un arte en tránsito. Le creo. Porque hay etapas del mundo en que a nivel arte no pasa nada, y eso se ve con una perspectiva de tiempo que no disponemos. A nivel global, el gran arte de esta época todavía no echó raíces. Se trata de algo del futuro que probablemente no lleguemos a ver. Por eso creo que en el arte estamos como en aquella película rusa, donde el barco está a la deriva…Pero no dudo de que algo cambiará. No podemos verlo todavía. Pareciera ser que vivimos tiempos acelerados, pero no, los cambios siempre son lentos. Y si mirás en perspectiva, cincuenta, cien, doscientos años… es poquísimo en la historia del hombre, ¿no?

En la actualidad, la provocación y la agresión, el desmenuzamiento exhibicionista de la vida privada en sus detalles más íntimos y escabrosos son recursos habituales. Hay mucha banalización. La muerte, la vida, la alegría, el amor, todo tiene el mismo tenor. Hay demasiado impacto, morbo, conmoción, todo en el mismo tenor, y por eso es peligroso. Creo en el deber ético del artista, en la posición que toma frente a la obra, en el rol que tiene en la sociedad. Y no es un mandato que me hayan impuesto. Creer en la belleza, en la calidad, en el oficio, en los valores, en la responsabilidad, en el desafío de decir que tiene todo artista… todo esto es algo que uno asume, que todo artista tiene la libertad de asumir. Cada uno elige. Porque somos hijos de nuestro tiempo, nos guste o no.

—Sos una lectora curiosa, dijiste que adorás la música… ¿fantaseaste alguna vez con hacer literatura, o música?

—Amo la literatura, y creo que la música es un lenguaje superior. Vas a un concierto y la música te envuelve. Es maravilloso y universal. Pero oír el silencio de la obra también es posible. Te pasa que llega un momento en que estás vos y la obra. Se crea un ámbito entre obra y espectador, un ámbito en el que antes sólo estaban la obra y el artista. Cuando una obra te atrae y te gusta o te interesa, pasa eso: la obra también te envuelve, como una música, pero con un silencio. El ser silenciosa de la obra hace que se redimensione a sí misma.

—Ése es el momento clave de la obra de arte: cuando se encuentra con el espectador. Porque la obra, desprendida del artista, es un objeto más en el mundo que sale a buscar a su espectador.

—Y ahí está también la paradoja del espectáculo, del arte como espectáculo, que en definitiva hace de la obra un objeto de consumo que inhibe ese momento, lo anula porque no permite ese silencio… La obra está esperando a su espectador. No necesita más.